San Juan de la Cruz reformador de los Carmelitas calzados (hoy descalzos) solía retirarse a solas y seguro -dice en la noche oscura en su obra-, para orar, durante el día y sobre todo de noche. Quizá no haya situación más propicia para la actitud contemplativa que la del ser humano ante la noche. Y esto en cualquier tiempo o lugar. La oscuridad es un medio privilegiado para todo misterio, para toda revelación, porque es de noche cuando mejor nos vemos.
Silencio y oración
Si nos dejamos guiar por el libro más antiguo de oración, los Salmos bíblicos, encontraremos en ellos dos formas principales de la oración. Por un lado, la lamentación y la llamada de auxilio, y por otra el agradecimiento y la alabanza. De un modo más escondido, existe un tercer tipo de oración, sin súplica ni alabanza explícita. El Salmo 131, por ejemplo, no es más que calma y confianza: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros. Mantengo mi alma en paz y en silencio… Pon tu esperanza en el Señor, ahora y por siempre.»
A veces la oración calla, pues una comunión apacible con Dios puede prescindir de palabras. «Acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre.» Como un niño privado de su madre que ha dejado de llorar, así puede ser «mi alma en mí» en presencia de Dios. La oración entonces no necesita palabras, ni reflexiones.
¿Cómo llegar al silencio interior?
A veces permanecemos en silencio, pero en nuestro interior discutimos fuertemente, confrontándonos con nuestros interlocutores imaginario o luchando con nosotros mismos. Mantener nuestra alma en paz supone una cierta sencillez: «No pretendo grandezas que superan mi capacidad.» Hacer silencio es reconocer que mis preocupaciones no pueden mucho. Hacer silencio es dejar a Dios lo que está fuera de mi alcance y de mis capacidades. Un momento de silencio, incluso muy breve, es como un descanso sabático, una santa parada, una tregua respecto a las preocupaciones. La agitación de nuestros pensamientos se puede comparar a la tempestad que sacudió la barca de los discípulos en el mar de Galilea cuando Jesús dormía. También a nosotros nos ocurre estar perdidos, angustiados, incapaces de apaciguarnos a nosotros mismos. Pero por ello Jesús, nuestro Amado, viene en nuestra ayuda. Así como amenazó el viento y el mar y «sobrevino una gran calma», Él calma nuestro corazón cuando éste se encuentra agitado por el miedo y las preocupaciones.
Al hacer silencio, ponemos nuestra esperanza en Dios. Un salmo sugiere que el silencio es también una forma de alabanza. «Para ti, oh Dios, el silencio es alabanza.» Cuando cesan las palabras y los pensamientos, Dios es alabado en el asombro silencioso y la admiración. La Palabra de Dios es trueno y silencio. En el Sinaí, Dios habla a Moisés y a los israelitas. Truenos, relámpagos y un sonido de trompeta cada vez más fuerte precedía y acompañaba la Palabra de Dios.
Siglos más tarde, el profeta Elías regresa a la misma montaña de Dios. Allí vuelve a vivir la experiencia de sus ancestros: huracán, terremoto y fuego, y se encuentra listo para escuchar a Dios en el trueno. Pero el Señor no se encuentra en los fenómenos tradicionales de su poder. Cuando cesa el ruido, Elías oye «un susurro silencioso», y es entonces cuando Dios "le habla". ¿Habla Dios con voz fuerte o en un soplo de silencio? ¿Tomaremos como modelo al pueblo reunido al pie del Sinaí? Probablemente sea una falsa alternativa. Los fenómenos terribles que acompañan la entrega de los diez mandamientos subrayan su importancia. Guardar los mandamientos o rechazarlos es una cuestión de vida o muerte. Quien ve a un niño correr hacia un coche que está pasando tiene razón de gritar lo fuerte que pueda.
En situaciones análogas, han habido profetas que han anunciado la palabra de Dios de modo que resuene fuertemente a nuestros oídos. Palabras que se dicen con voz fuerte se hacen oír, impresionan. Pero sabemos bien que éstas no tocan casi los corazones. En lugar de una acogida, éstas encuentran resistencia. La experiencia de Elías muestras que Dios no quiere impresionarnos, sino ser comprendido y acogido. Dios ha escogido «una voz de fino silencio» para hablar. Es una paradoja: Dios es silencioso, y sin embargo habla.
Cuando la palabra de Dios se hace «voz de fino silencio», es más eficaz que nunca para cambiar nuestros corazones. El huracán del monte Sinaí resquebrajaba las rocas, pero la palabra silenciosa de Dios es capaz de romper los corazones de piedra., porque habla en "callado amor". Para el propio Elías, el súbito silencio era probablemente más temible que el huracán y el trueno. Las manifestaciones poderosas de Dios le eran, en cierto sentido, familiares. Es el silencio de Dios lo que le desconcierta, pues resulta tan diferente a todo lo que Elías conocía hasta entonces.
El silencio nos prepara a un nuevo encuentro con Dios. En el silencio, la palabra de Dios puede alcanzar los rincones más ocultos de nuestro corazón. En el silencio, la palabra de Dios es «más cortante que una espada de dos filos: penetra hasta la división del alma y del espíritu.» Al hacer silencio, dejamos de escondernos ante Dios, y la luz de Jesús, la luz del Amor de Dios, puede alcanzar y curar y transformar incluso aquello de lo que tenemos vergüenza, o no aceptamos de nosotros mismos.
Silencio y amor.
Jesús dice: «Éste es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo les he amado» Juan 15,12. Tenemos necesidad de silencio para acoger estas palabras y ponerlas en práctica. Cuando estamos agitados e inquietos, tenemos tantos argumentos y razones para no perdonar y no amar demasiado y con facilidad. Pero cuando mantenemos «nuestra alma en paz y en silencio», estas razones se desvanecen. Quizás evitamos a veces el silencio, prefiriendo en su lugar, cualquier ruido, cualquier palabra o distracción, porque la paz interior es un asunto arriesgado: nos hace vacíos de necedad y pobres disponibles para Dios, para amar como Él; paz, que disuelve la amargura y las rebeliones, y nos conduce al don de nosotros mismos. Silenciosos y pobres es decir, desapegados, desasidos, nuestros corazones son conquistados por el Espíritu Santo, por el Poder y Fuego de Dios, llenos de un amor incondicional. De manera humilde pero cierta, el silencio siempre, pero siempre nos conduce a amar, amar como Dios nos ama. Amén.
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